“El ‘problema’ Puccini”: Reflexiones en torno a la recepción crítica de las óperas del compositor italiano
El 29 de noviembre de 1924 fallecía en Bruselas Giacomo Puccini, y en el centenario de su muerte se publica en español el ensayo “El ‘problema’ Puccini – Ópera, nacionalismo y modernidad” (Acantilado, 2024) que la musicóloga británica Alexandra Wilson (1973) publicó en 2007, en el que lleva a cabo un sesudo repaso y análisis sobre la recepción de las óperas del autor de “La Bohème” por parte de la crítica de la época. No es, pues, un texto biográfico (para tal fin, mejor acudir a la estupenda monografía de Julian Budden, “Puccini, su vida y su obra” que Akal publicó en 2020). El análisis de Wilson se sitúa en el contexto de una reflexión más amplia sobre la Italia del fin de siglo, el florecimiento de sentimientos nacionalistas en la Europa de la época y el énfasis, casi obsesivo, por conseguir la modernidad.
El caso de Puccini, como señala la propia Wilson es, aparentemente contradictorio. Tras los estrenos de “Manon Lescaut” y poco después de la citada “La Bohème”, en la década de 1890, el treintañero Puccini se convirtió en el compositor de ópera más célebre del momento y amasó una fortuna considerable. Y un siglo después, sus óperas siguen siendo esenciales en cualquier teatro que se precie. Esenciales como seguros atractivos para un público que acude en masa a verlas y escucharlas, a despecho de que, como con tantos otros títulos en estos días, a menudo son asaltadas por directores de escena expertos en atentar contra la esencia de libreto, trama y música. Que la propia música de Puccini sea capaz de elevarse por encima de tanto despropósito escénico como vemos estos días, y de llevar la emoción de siempre al público, es, o debería ser, testimonio suficiente de su talla artística.
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Pero, ay, el mundo de la música es a menudo cruel, y en muchas ocasiones lo es desde el ámbito de la crítica musical, donde siempre hay lugar para personajes que no parecen saber escribir fuera del esnobismo, y de los propios compositores. Nada nuevo, por otra parte. Recordemos que Chaikovski se tomaba copas con Brahms, pero abominaba de su música, que Berlioz consideraba a Handel “una tinaja de cerdo y cerveza” o que Ravel hablaba de Saint-Saëns diciendo que “si se hubiera dedicado a fabricar casquillos [durante la guerra] en vez de componer, habría sido mejor para la música”.
Desgraciadamente, el muy revelador y bien escrito y armado ensayo de Wilson, impecablemente traducido por Juan Lucas, nos confirma que Puccini fue acribillado a menudo por críticos y colegas cuyos criterios se antojan hoy, vistos con una perspectiva de cierto equilibrio, entre absurdos y, si me apuran, hasta miserables. A lo largo de siete capítulos y un epílogo, Wilson nos lleva por la obsesión de la crítica de “tener” un compositor que represente la genuina “italianidad” después de Verdi.
Puccini encarnaba en buena medida la posibilidad de colmar tal anhelo, porque, como la propia musicóloga británica apunta, su música era “fundamental en la búsqueda de un corpus de productos culturales que sirviera de base a una nación cuya identidad no estaba todavía firmemente establecida”. Y, en efecto, como señala la autora, “el éxito de ese empeño engendró paradójicamente su fracaso, porque Puccini se convirtió en paradigma de la ópera más popular.”
Hay también lugar para el repaso a otras ideas y criterios que sirvieron para asaetear las óperas de Puccini. Si la “italianidad” (o la necesidad de ella) era una, el hecho de que fuera tan apreciado internacionalmente solo sirvió para que, desde las trincheras nacionales se le despreciara. Pero hay otros, que leemos con igual perplejidad: la superficialidad, la obsesión por la modernidad, la insinceridad. Repasemos algunos ejemplos que resultan lamentablemente ilustrativos.
Encontramos críticas feroces como la de la “Gazzetta del Popolo” de Turín, que calificó “La Bohème” como “comercialmente exitosa pero artísticamente deplorable”, la del temido Hanslick que, sobre la misma obra, deslizaba que “en líneas generales, la invención melódica es extremadamente escasa” o la del musicólogo Luigi Torchi, que a menudo ignoraba a Puccini, pero cuando hablaba de él decía cosas como que “Scarpia y Tosca eran meros pastiches”.
Puestos a repartir, otro musicólogo, pretendidamente progresista, pero en realidad misógino radical y rancio a más no poder, Fausto Torrefranca, publicó en 1912 una monografía titulada “Giacomo Puccini e l’opera internazionale” a la que Wilson le dedica un capítulo entero (además de citarlo en otros). Para Torrefranca, el éxito comercial de Puccini era a la vez un signo de su vulgaridad y afeminamiento. “El artista insincero es casi siempre monótono, y Puccini es ciertamente monótono”. Le acusó también de puerilidad, y defendía que a los personajes masculinos (Des Grieux, Marcello, Rodolfo y Pinkerton) se les podría llamar “hombres invertebrados, moluscos de la literatura”. Para Torrefranca, el atractivo internacional de Puccini probaba una renuncia deliberada a los rasgos distintivos nacionales.
Lee uno con perplejidad cómo desde la propia Italia se invitara a recibir del escritor francés Romain Rolland (Giuseppe Prezzolini, en su invitación a este para que colaborara en la revista “La Voce”) “algún ataque violento a nuestros horribles y afeminados Puccini, Leoncavallo, etc”. Hay también lugar para las consideraciones sobre la modernidad, porque la música de Wagner representaba un lenguaje moderno y, como apunta Wilson, “la intelectualidad italiana se vio atrapada entre el deseo de una música netamente italiana (con el consiguiente rechazo de cualquier imitación de modelos extranjeros) y la preocupación porque la ópera italiana no fuese lo suficientemente moderna”. Los críticos de la época juzgaron con una severidad tiznada de afán nacionalista el hecho de que Puccini empleara a menudo una técnica de conexión de motivos que conectaba, siquiera de forma parcial, con la de los leitmotivs wagnerianos.
Puccini tampoco se libró de sonoros pullazos de algún colega. El compositor Ildebrando Pizzetti (1860-1968), en su libro “Musicisti contemporanei” (1914) dedicaba un capítulo a Puccini y decía lindezas de este tipo: “Su naturaleza, la fuerza insignificante de sus sentimientos, el limitado alcance de su intuición, dan como resultado pequeñas melodías de aliento corto y movimiento bastante restringido”.
También hay lugar, a Dios gracias, en el ensayo de Wilson, para pensamientos contrarios a los citados, aunque se antojan minoritarios. Es interesante el debate entre la crítica analítica, erudita y hasta pedante frente a, como defiende Eugenio Checchi, la opinión de un público “libre de ideas preconcebidas, de sistemas, de métodos, de escuelas, y demás parafernalia científica que nada tiene que ver con la imaginación y la inspiración”. Son, en este sentido, ilustrativas las alusiones que menciona Wilson del crítico de “La Tribuna”: “[…] en su afán por denostar a toda cosa la última partitura de Puccini e incapaces de negar el éxito incontrovertible de “La Bohème”, los críticos se han visto obligados a salir con referencias a “terceras y quintas”, sucesiones de “quintas prohibidas” y toda una retahíla de tecnicismos ignorados por un público sabio que no busca en una pieza musical más que dulces melodías que lo entretengan y emocionen”. El que suscribe no puede evitar recordar tras leer esto el caso paralelo del aluvión de críticas técnicas que el discípulo de Mozart, Franz Xaver Süssmayr, sufrió, con esos mismos argumentos de las quintas prohibidas, en su intento de completar lo que pudo del inconcluso Requiem de su maestro. Curiosamente, casi trescientos años después, ninguno de los múltiples intentos “técnicamente correctos” de completar la misa mozartiana ha reemplazado la preferencia de público (y músicos) por la edición de Süssmayr.
Parece, en fin, muy acertado el párrafo sacado de la biografía de Puccini escrita por Arnaldo Bonaventura: “Sabía expresarse con la sencillez y sinceridad que […] caracterizaban su personalidad moral” y “lograba hacerse querer por aquellos que se expresan así; su sencillez lo hace fácilmente comprensible, su sinceridad, fácilmente creíble”. Así es, en efecto, y cabe concluir, con Wilson, que “hasta que logremos comprender mejor la verdadera naturaleza de su inmarcesible atractivo histórico seguiremos confundiéndolo con una figura artísticamente irrelevante”. El problema Puccini, como ella señala, no es su obra, sino el lamentable planteamiento con que muchos críticos y colegas compositores se han acercado a la misma. Mientras tal estado de cosas cambie, o no, el público seguirá gozando de su música precisamente por lo que apunta Bonaventura: su sencillez lo hace fácilmente comprensible, su sinceridad, fácilmente creíble. Y bellísimo, por cierto.
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