Siempre he dicho que las formas, en política y en la vida, importan tanto como el fondo o más.
Y que un país mal educado es un riesgo para sus propios habitantes. La democracia exige mantener esas formas, los rituales, la sonrisa dirigida a los demás, por muy hipócrita que esa sonrisa sea. Poco de eso vimos, ciertamente, en la celebración de la jornada de la fiesta nacional y poco, o nada, de todo eso vamos viendo en nuestras relaciones cotidianas con quienes quieren representarnos y dicen hacerlo, y menos aún lo vemos en el trato que se dan entre ellos.
Que el Presidente del Gobierno y el grueso de los ministros escapasen de la celebración de la fiesta nacional tras el 'besamanos' con los reyes y sus hijas, me pareció una enorme descortesía. No solo para la familia del jefe del Estado -el protocolo exige que sean ellos, los integrantes de la familia real y en concreto el rey, los primeros en marcharse, y los demás aguardan-, sino también, y perdón por la autocita, para con nosotros, los periodistas, que nos vimos huérfanos de esas tradicionales 'corrillos' que hacen las delicias de los 'plumillas' en estos acontecimientos. Claro que mejor no insistir en el tema de la pésima educación habitualmente derrochada con los representantes de los medios. Para qué remachar en el mismo, doloroso, clavo.
No crea usted que hablo de faltas de educación de menor cuantía. La manera como se tratan entre ellos los representantes de distintas fuerzas políticas recuerda ocasionalmente a Donald Trump, el personaje sin duda más zafio de nuestra historia contemporánea, por mucho que ahora se crezca en su papel 'institucional y benéfico' de fabricante de la paz en Gaza, título que me parece que no le corresponde a él en exclusiva.
Lo cierto es que Trump ha envilecido de tal modo las formas en las relaciones internacionales (y nacionales) que cualquier cosa que hagan nuestros representantes patrios en casa sonará a minucia. ¿Que un ministro, pongamos Oscar Puente por ejemplo, se ha convertido en el paradigma de los pésimos modos al actuar en público? Casi parece, a estas alturas, hasta gracioso. Así que el portazo de Pedro Sánchez en la fiesta nacional, dizque para tener más tiempo que compartir con su familia, parece casi una rutina; claro que es el mismo Sánchez que se quejaba, ante reporteros hambrientos que llevaban horas esperándole, de no haber comido aún a las cinco de la tarde.
Y ya nadie se molesta en afearle a Abascal su me parece que insolente incomparecencia a esta jornada que debería ser ecuménicamente festiva, de alegría y conciliación: ahora, al desplante se le llama virtud política, a llamarle 'sinvergüenza' al jefe del Gobierno se lo califica como un rasgo de sinceridad y valor. El campo se llena de estos ejemplos rupturistas con el sistema, entre los que se incluye, claro, al líder de eso que se llama 'se acabó la fiesta': ¿cómo vamos a pedir a nuestros 'zetas' un comportamiento estético cuando ven a sus mayores conducirse de tal guisa?
Y eso es lo malo: que pura rutina nos parece ya que Gobierno y oposición se llamen unos a otros 'mafiosos', 'gangsters' y, por supuesto, 'corruptos'. Toda palabra amable, todo encuentro cordial, ha quedado tan excluido de nuestro quehacer oficial que hasta parece chocante el hecho de que, a su llegada al desfile de la fiesta nacional, el presidente tuviese a bien dar la mano a la Presidenta del Gobierno regional, y viceversa. Los puentes están rotos, y nadie se toma la molestia de que al menos ofrezcan la apariencia de que por ellos se puede transitar. Claro que a quién le puede extrañar un tal estado de cosas cuando por la vida pública han figurado personajes tan caballerosos como Koldo García o José Luis Abalos, por citar dos casos de especial bochorno.
Lo siento, pero me obligo a volver los ojos al pasado, cuando una mínima cortesía, por gélida que fuese, parecía ingrediente obligado en las relaciones políticas, sin por ello obviar los ataques e invectivas entre los partidos rivales. Hoy somos más educados en los campos de futbol que en el Congreso de los Diputados. Y eso en algún momento tendrá consecuencias sobre la moral nacional. Ya las está teniendo, de hecho.
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