“Vidas baratas” de Alberto Olmos: el arte de permanecer y conservar
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Pensad en aquellas noches de fiestas de pueblo y su tradicional feria. Seguro que llevabais la bebida más cutre posible en la mano y el olor a comida invadía las calles. Siempre las mismas atracciones: coches de choque, camas elásticas y norias. El tiempo pivotaba sobre el vaivén de los clásicos que sonaban. Erais muy jóvenes. Tan jóvenes que no existía el miedo. Las horas daban igual: ¿una, dos, tres, cuatro? Tampoco importaba qué fuera a suceder al día siguiente. El presente se podía acariciar, palpar, sentir. Incluso la verdad existía: lo cutre era cutre; las verbenas eran verbenas; el trabajo era trabajo; la contradicción era contradicción.
Algo así, de hecho, se intenta explicar en “Vidas baratas: Elogio de lo cutre” (Harper Collins, 2021)“, pues en en él, el periodista y escritor Alberto Olmos —ganador del primer Premio de Periodismo David Gistau y autor de varias novelas y cuentos— señala con tino, delicadeza e ironía cómo lo cutre forma parte indiscutiblemente de nuestro folclore. “Lo cutre alarga la vida de lo popular, en efecto. No porque lo popular sea cutre, sino porque vive en la condena y la necesidad de su propia conservación: quedar cutre para, al menos, quedar”, escribe Olmos (Segovia, 1975). Porque no permanece quien desea subsistir; sobrevive quien avanza al ritmo del progreso, entre la transitoriedad y el desafío constante. Es decir: permanece aquel que es revolucionario en el arte de conservar.
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Es muy sencillo admirar la pluma de Alberto Olmos: siempre alza la dificultad desde la sencillez. La oración simple, aquella que no esconde dobles significados, termina adquiriendo un peso descomunal. En este ensayo, las palabras recorren un camino nítido y preciso. Para él, la nostalgia es nostalgia, y como tal edifica un sinfín de hogares en nuestra memoria. ¿Por qué, entonces, se ha de renunciar al recuerdo? El recuerdo resiste, como el gotelé, la infancia feliz o la casa de la playa. Olmos te invita a viajar continuamente. Y para ello instrumentaliza lo cutre. Al final, este concepto no deja de ser el vehículo, nuestro medio de transporte, la manera en la que retrocedemos para avanzar entre tanta máscara y superficialidad. Hay, además, algo mucho más elemental en la obra: lo popular, esto es, lo perteneciente o relativo al pueblo. Qué son si no las segundas residencias que dimanan del esfuerzo de nuestros abuelos, la familia —“única patria de los pobres”, dice Ana Iris Simón—, las verbenas o los barrios.
Tras leer “Vidas baratas”, uno asume definitivamente que los buenos ensayos no se construyen esquivando lo cotidiano, sino apreciando la realidad que nos atraviesa diariamente. Invito por ello a leer a cualquiera este libro que, maravillosamente estructurado, reconoce nuestra naturalidad como resistencia. Es importante reconocerlo: ser cutre implica muchas veces ser natural, coherente, un tipo con principios. Sin embargo, puede haber fallos en el guión. Imaginad a alguien con mucho dinero que aparenta ser un cutre. Entonces saltarían las alarmas —sugiere nuestro escritor en algún punto del libro—, ¿no? Postularse como un cutre sin serlo sería una evidencia más de que los ricos pueden ser y dejar de ser cualquier cosa, es decir, un privilegio de clase. Pero como bien afirma Olmos, “ser cutre sólo puede interpretarse como una renuncia a ser valorado por lo que tienes, más que nada porque esa valoración no tiene fin y resulta extenuante”. Dicho de otro modo, no se aprecia nunca una elevación del “yo” cuando se es cutre, porque lo cutre nos pertenece a todos como nos pertenece la tortilla de patatas, la música de las verbenas o los días festivos. La cultura popular es digna porque nos dota de sentido. Y así se nos hace saber en el ensayo: primero, ahondando en el significado de la vida humilde y sencilla; después, a través de un análisis del papel de nuestros pueblos, las fiestas patronales o las residencias ubicadas en la costa. En mi caso —y tras haberlo rehusado mucho tiempo— aprecio a mi pueblo mucho más de lo que pensé que podría llegar a hacerlo. No es especialmente bonito; ni siquiera lo recomiendo cuando alguien me pide opinión sobre dónde ir cuando viene a Madrid y quiere abandonar la capital. Es, incluso, algo cutre, como uno de los muchos ejemplos que el autor enumera a lo largo del libro: Pablo Iglesias, la vajilla Duralex o los pisos construidos durante la transición. Pero es mi pueblo, y ante la primacía de la elección y el discurso, la raíz y los hechos materiales se convierten en un dique de contención, un modo de resistencia. “La esencia de los barrios se encuentra en la fidelidad”, sentencia Olmos.
Entiendo, por supuesto, el motivo y lo que se pretende llamando al libro así. El juego de palabras es perfecto: barato y vida, elogio y cutre, ¡qué parejas de baile! Pero que no confunda la estética, el envoltorio que recubre su contenido. Aquí impera la ternura, la infancia, el pasado perdido o en peligro de extinción. Se abandona la confusión y la liquidez, la temporalidad y la trashumancia. Importa el museo de los recuerdos, la frase dicha cuando sólo existe amor en el pensamiento: no olviden, conserven, sólo así podremos permanecer.
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