“San Lázaro”, de Laura Rodríguez: siempre nos quedará la poesía
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“El dolor crece en dolencia hasta la sombra”, escribe Laura Rodríguez (Sevilla, 1998). Y tiene razón: el daño ensancha, expande sus fronteras, abarca tanto como sus brazos logran trascender. No siempre del mismo modo, es cierto. Cada uno busca una forma concreta. Pero lo elemental está siempre: el dolor nos atraviesa, la muerte nos da vida, la enfermedad nos atemoriza.
Por eso, antes de continuar, he de decir, con admiración y respeto, que “San Lázaro” (Editorial Cántico, 2021) es un poemario extraordinariamente honesto y bello, aunque el dolor lo vertebre, aunque el cuerpo sea el espacio donde se ensancha la dolencia. En este caso, gracias a San Lázaro, Laura Rodríguez construye un camino denso pero armónico donde la enfermedad, la muerte y la sanación se hermanan. Cada poema es una búsqueda agitada por la preservación de lo corpóreo y el alma. Se asume que la vida no nos pertenece, que la procesión no nos espera, que el deseo no es suficiente. “La onomatopeya del dolor es gutural como el silencio”, sentencia la autora.
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A veces podemos caer en la vaga creencia de que la poesía es incapaz para el arte de contar historias. Asumimos muchas veces que el poema ha de permanecer en un plano puramente descriptivo del yo y su esfera espontánea o ceremoniosa. Error nuestro: Laura demuestra que nada de eso ha de ser así. San Lázaro sobrevuela o engendra cada poema; los cuerpos hablan, iluminan y crean un imaginario propio —el del hospital, con sus heridas, sus habitaciones mustias y santos particulares—; el ritmo nunca decae, siempre resiste a la tentación de abandonar una sonoridad que pivota entre lo espiritual y lo mundano. Porque la autora te invita a formar parte, desde el primer verso, de una conversación cuya esencia reposa en la comunión entre lo material y lo celestial. Entonces es cuando padeces la incomodidad de ciertas palabras; reconoces con tus propios ojos que hay diálogos que presionan el pecho con elegancia. No obstante, es en ese momento cuando entiendes la razón de todo: hay belleza donde hay verdad, donde el corazón narra, esculpe, perfila, señala, penetra, rasga, frunce, edifica. La belleza nos golpea: ¡pam!, de golpe, con precisión, soltura, como un zarpazo limpio, como un estoque, largo y agudo en su punta, que atraviesa un cuerpo animal. Padecemos la maldición-bendición de lo humano: lloramos y hacemos llorar, amamos y nos aman, extraemos la emoción y, genuinamente, cabalgamos el dolor y la tristeza.
En la página 95, poema XXIX —los poemas en el libro son números que avanzan en un orden perfecto, es decir, I, II, III, IV…—, la autora escribe una nota a pie de página donde dice lo siguiente: “hay dos Lázaros en la Biblia, tal vez tres”. Honestamente, desconozco la cantidad exacta. Habrá quienes sostengan a capa y espada que son dos. Otros, en cambio, defenderán que no existe ninguno. No lo sé. Cada uno, dado que la divergencia es sana y la idea no delinque, que piense lo que mejor le parezca. Yo, en mi caso, me limitaré a hacer dos cosas: uno, examinar, apreciar y compartir este que descansa en la parte izquierda de mi biblioteca; dos, agradecer a Laura Rodríguez por revelar cómo la vida y la literatura pugnan hasta encontrar su hueco en el duro proceso de la enfermedad. La mayoría no son capaces de verlo; muy pocos están dispuestos a relatarlo.
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