Elegancia y bibliofilia en “El hombre que ordenaba bibliotecas”, la primera novela de Juan Marqués

Elegancia y bibliofilia en “El hombre que ordenaba bibliotecas”, la primera novela de Juan Marqués

Hay editoriales —Comares, Pre-Textos, Ediciones del Arrabal, por citar solo algunas— cuyos libros guardan entre sí un cierto “aire de familia”, como esos primos lejanos que sin conocerse tienen un mismo deje al andar. Es una particular consanguinidad sustanciada en la belleza sobria de sus producciones, el uso de la letra sin serifa y los colores crudos sobre fotografías desvaídas. Comparten una mirada hacia la realidad, una sensibilidad un poco antigua, diríamos, la comprensión hacia una belleza que más que clásica es clasicista. Representan en primera persona formas de querer —delicadezas, en fin— que hoy llamaríamos viejas. Una sencillez sustantiva.

Juan Marqués (Zaragoza, 1980) —poeta fino, crítico afinado— acaba de publicar su primera novela El hombre que ordenaba bibliotecas (Pre-Textos, 2021) y en cada línea podemos encontrar la encarnación de esa pequeña familia del corazón a la que nos hemos referido. Se trata de una novelita, de apenas 128 páginas, escrita en las incertidumbres del confinamiento COVID. En El hombre se cuenta una pequeñísima historia: un cuarentón que solo ha trabajado en el sector de la cultura y que se encuentra en paro, pone un anuncio en el periódico ofreciéndose a ordenar / completar / limpiar bibliotecas. Ahí aparecen clientes completamente extraños, que le hacen encargos inverosímiles: formar una biblioteca solo con primeras novelas de autores o con escritores cuyo apellido empiece por la A. Son escenas de una comicidad contenida, a la inglesa. Y conocemos, en ese contexto, algunos aspectos de la vida madrileña y zaragozana del protagonista, de su divorcio, de su vida, llamémosla así, descarriada y, singularmente, de su amistad con un profesor de universidad afincado en Grenoble. La visita a este profesor y la relación con un misterioso personaje ocupan buena parte de las páginas. 

En realidad, no pasa nada. Se relatan sucesos, conversaciones, argumentos de novelas, recomendaciones literarias. Con una prosa sencilla y muy hermosa en su contención. Con episodios disparatados —singularmente el final— que nos recuerdan más a Wodehouse que a Valle Inclán —uno está con una media sonrisa, con un je je, toda la lectura. El fondo es de una cierta melancolía porque Marqués —que no es un escritor más que para minorías— nos parece decir que los que somos como él no encajamos, que esa honradez y sensibilidad quedan fuera de los estándares de percepción del mundo. Él trabaja, se mimetiza con los demás y sobrevive como un extraño en una lógica que no es la suya.

Es significativo que el protagonista tenga muchos elementos en común con el autor: es de Zaragoza, está en el entorno de los 40 años y se dedica a la actividad cultural. Sin embargo, el personaje no se asimila con su autor por las razones apuntadas, sino que parece hacerlo —si no andamos muy errados— por sus aficiones literarias, por la forma mentis que demuestra. No debemos engañarnos, la complicidad con el protagonista la descubrimos en la afición por Verga —a nosotros, a diferencia de él, nos gusta más I Malavoglia—, por Leopardi, Dante y Eça de Queiros. Esa es la declaración de intenciones. Ese es nuestro club. Nos lo imaginamos encerrado en la pandemia, en un escritorio, con un cárdigan y sonando, quizá, Radio Clásica de fondo, riéndose solo, mientras concibe una idea más loca que la anterior. Ahora que empieza a llover es el momento de pasar una tarde, frente a una chimenea, con estas páginas de Marqués, confiados en que estos libros nos reconcilian con el mundo, sabiendo que no estamos solos en una selva oscura.

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