Príncipe de discreción, la biografía de Luis Martínez de Irujo
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Una vieja máxima dice que las mejores biografías son las que retratan a personajes desconocidos que llevan vidas sorprendentes. La de Luis Martínez de Irujo solo cumpliría con la primera condición. Porque si su mujer Cayetana de Alba estuvo bajo los focos durante más de medio siglo, el interregno de Martínez de Irujo –entre el padre de Cayetana, el duque Jacobo y su segundo marido Jesús Aguirre– quedó en ese injusto olvido propio de los periodos de moderación y prudencia.
Martínez de Irujo, el primer marido de la duquesa, ordenó el patrimonio, embridó los gastos e hizo entrar a esa casa en una economía moderna; dio herederos a la familia (y los educó) y, en no menor medida, enriqueció el fondo artístico. Y se encargó de rehacer el Palacio de Liria cuando la moda entre la nobleza era mudarse a las afueras tras haber convertido sus predios en hoteles de lujo. Pasó sus años sin hacer ruido: hasta se murió joven y fuera de España, como si en esto también buscara entrar calladamente en la otra vida.
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Estos episodios se recogen en “Luis Martínez de Irujo, duque de Alba. El peso del nombre” (La Esfera de los libros, 2022), la estupenda biografía que José Miguel Hernández Barral (Madrid, 1982) presentó hace unos días en una ceremonia –porque debemos llamarla así– que tuvo el sabor de liturgias antiguas, allá en el palacio familiar. Hernández Barral, profesor especializado en historia de la nobleza, ha firmado un volumen canónico en su género, pegado al dato y eludiendo cualquier exégesis que fuera más allá de lo razonable, como en una justa de discreción entre biógrafo y biografiado. Y esa característica es, quizá, la pega que debamos ponerle al autor: que sea más historiador que novelista.
La familia de Alba le dejó Franco acceso a los archivos y gracias a ellos encontramos ricos testimonios de cartas, de balances económicos, de compras y ventas. Solo después de leer este libro se comprende el destello de piedad que los Alba han tenido facilitando esta biografía. Porque el “problema” es que Martínez de Irujo fue una persona noble, en todos los sentidos del término, de esa clase de individuos que pide varios presupuestos y otros tantos pareceres antes de afrontar un gasto. Que parecen ser inmunes a esos latigazos de pasión que son los caprichos. Las cartas nos revelan a un hombre que pedía consejos, que dudaba y solo tomaba decisiones meditadas.
El texto va de menos a más, con una infancia de la que apenas hay informaciones y que Hernández pasa por alto, recreándose oportunamente en la situación social. Del matrimonio a la enfermedad, los datos son múltiples y convergen en esa hermosa expresión de “el peso del nombre”, tomada de unos consejos paternales del duque Jacobo a su hija. En cada página se traslada la idea de que ser un Alba es poco menos que entrar en un sacerdocio; que cada nuevo miembro de ese clan hereda la mochila de los errores y aciertos de sus antepasados.
Hay algo de camaleónico en el Martínez de Irujo de este libro. Porque nada apuntaba en su juventud hacia ese carácter de responsabilidad: es como si no hubiera tenido otra vocación que la de convertirse en quien debía ser, ni más ni menos. Pero también encontramos, como en sordina, fantásticas páginas de farándula: el interminable viaje de bodas, de Monterrey a La Habana y... ¡a las islas Hawai! Las estancias en Suiza, del club Corviglia de Saint Moritz a las pistas de esquí. Las cartas a los banqueros ingleses. Las fiestas en Liria. Estas son páginas para la historia, que presentan esa ambivalente postura de cierta nobleza ante la República y, de otra manera, ante el franquismo. Y, desde luego, las complejidades de la relación entre nobleza, monarquía y franquismo.
Uno termina el libro ligeramente sobrecogido y con el deber, casi moral, de no hablar de él. Para, así, dejar que la discreción mostrada en estas páginas siga estando oculta, pero sosteniendo veladamente el mundo en que vivimos.
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