“Los armarios vacíos”, de Annie Ernaux: el relato oculto del ascensor social 

“Los armarios vacíos”, de Annie Ernaux: el relato oculto del ascensor social 

Annie Ernaux (Lillebonne, Normandía, 1940) es una de las grandes autoras de nuestro tiempo. Revolucionaria y activista fuera y dentro del papel, “maestra de la autoficción” (tomando prestadas las palabras de Emmanuel Carrère), leal defensora de la literatura como arma política y reflejo de las pasiones humanas sin remordimientos y, desde el 6 de octubre de este año, la ganadora del Premio Nobel de Literatura. A este se suman una larga lista de galardones, entre los que destaca el Premio de la Lengua Francesa 2008 y el Premio Formentor de las Letras 2019.

Nunca ha negado que en los argumentos que crea hay más verdad que ficción. Su obra está marcada por su vida, sus propias experiencias y las reflexiones en las que se ha embarcado durante las distintas etapas que conforman su biografía. Y así lo traslada a sus títulos: “Una mujer” (1987), “No he salido de mi coche” (1997), “Perderse” (2001) o, el más reciente, “Memoria de chica” (2016). Actualmente, el repertorio de Annie Ernaux está recuperándose de manos de editoriales con certero criterio como Cabaret Voltaire, que, sin ir más lejos, en octubre recuperó “La ocupación” (publicada originalmente en 2002). En todas sus novelas aparece esa conciencia de clase que la define, a veces confundida por el complejo, pero siempre presente como alerta de la desigualdad y del porvenir social. 

También bajo el sello de Cabaret Voltaire, apareció “Los armarios vacíos” (2022), originariamente publicado en 1974. Constituye el primer libro de la escritora y en él presenta la historia de una niña traicionada por la educación. En una primera persona acelerada, Denise Lesur recopila los entresijos de su infancia en el bar-tienda de sus padres para terminar retorciéndose sobre ese mismo pasado y elucubrando las razones que la han llevado hasta la situación presente. La protagonista comienza su relato evocando el aborto al que acaba de someterse y cómo este le sabe a fracaso. No por el procedimiento en sí, sino por sentirlo como un fallo; la constatación de que, por mucho que intente progresar, su destino está viciado y marcado por la “bajeza” de su condición social. Pensamientos dañinos como este cruzan por su mente cuando decide contarnos el porqué de su desengaño. 

“Cuándo comencé a sentir pánico a parecerme a mis padres… No fue un día concreto, no hubo ningún desgarro (…) Aquel mundo no dejó de pertenecerme en un día”. De hecho, recuerda sus primeros años con alegría, con la dicha que envuelve al desconocimiento y que pasa por alto las estructuras sociales y el dolor que estas causan. Y no es que haga apología de la poca educación como una mejor manera de sobrellevar la vida, sino que evidencia las dificultades de sobresalir entre eruditos cuando uno no lo es. 

El primer desgarro se inicia cuando Denise se matricula en un colegio privado, al darse cuenta de las dos realidades que dividen su rutina: debe elegir si prefiere encajar en el ambiente de sus padres o en el de la escuela. El primero está inmerso en una atmósfera contaminada por los tertulianos del bar, los chismes de la tienda y la falta de formas; en definitiva, corrompido por la simultánea condena, pero representación del vicio. El segundo se formula en torno a los modales, la superioridad intelectual y la prepotencia infantil de sus compañeras, que no consideran a Denise merecedora de ese mismo espacio. Es por ello que la joven decide separar ambos mundos y dedicarse por entero a estudiar, de modo que tenga su propia vía de satisfacción. Sin embargo, el verdadero fin es contar con un arma que la haga invencible ante las críticas y posicionarse por encima de los dos escenarios y quienes los habitan⎯ que definen su vida. 

Durante toda la novela, la protagonista busca una aceptación que nunca llega porque confunde el receptor. A pesar de que alcanza un punto en el que el resto deja de ver el matiz, ella no. Ella sabe de dónde viene. Ella sabe que en el fondo no pertenece al lugar en que está. O eso dicta la inseguridad, esa que la encarcela en un círculo vicioso que oscila entre la negación y la reafirmación de su inteligencia. Por ello, una vez consigue entrar en la universidad y desprenderse de su lugar natal, se da cuenta de que no, de que está condenada: se queda embarazada y esto le sirve para concluir que no puede salir de la prisión que conlleva el estatus: “No puedo separar lo que hago mal y el medio del que vengo”. 

Gracias a la narración comprendemos que en el punto inicial ella ya ha despersonalizado sus actos y se ha abandonado a lo que decían, percibían y/o creían de ella. Termina mintiéndose y aceptando esa imagen. “Si no puedes luchar contra el enemigo, únete a él”, y eso hace. Si eso es lo que siempre se ha esperado de ella por sus orígenes, tal vez no hace falta más esfuerzo ni más justificaciones. Un “soy lo que decían” redime la culpa. 

Sobre el papel, Denise Lesur parece egoísta y desconsiderada. No obstante, la clave está en ver que la inseguridad se esconde en la expresión más desorbitada de seguridad y el miedo en la valentía. La joven usa lo que la hace daño para hacer daño. Si dispara primero, no le alcanzarán las balas: “No he hecho más que reconcomerme de odio, rebelarme contra todo, (…) sin embargo, siento mi nulidad, mi insignificancia”. ¿Se convierte por ello en mala persona? A lo que la escritora nos conduce con su estilo ágil y sincero es a que evaluemos la sociedad, a que pensemos dónde reside realmente la culpa: si en una niña que busca romper con su pasado para ascender o en el sistema que condiciona quién sobresale y quién fracasa. E, incluso, no es solo una cuestión estructural, más cercana a lo abstracto, sino que es necesario combatir los cánones y estereotipos sociales que nosotros mismos reproducimos diariamente. Quizás así consigamos que Denise deje de atormentarse.

En esta verdad, su verdad, Annie Ernaux nos representa a todos. Logra que habitemos esas páginas por medio de la representación de la realidad y los sentimientos más cínicos del ser humano. El efecto colateral es que también encontramos refugio en sus letras. En un acto de generosidad, la autora nos regala parte de su vida para que nosotros hallemos parte de la nuestra y reflexionemos acerca de las desigualdades sociales, así como de los patrones nocivos instalados en nuestra cabeza. No estamos solos, y creo que esto es lo más grato que puede transmitirnos la novelista. Reconocer (se/nos/me) en las experiencias y sentimientos de “Los armarios vacíos” ayuda a perdonarse y a comprender que ciertas actitudes no nos convierten en malas personas, simplemente en personas con mucho que (des)aprender.

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