“Los inútiles”, de Maribel Andrés Llamero: el arte de amar lo inútil
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Con Maribel Andrés Llamero (Salamanca, 1984) la poesía nunca cesa; los lirios ensanchan; las oficinas, esos habitáculos insulsos, embellecen, se dignifican, estrechan sus manos hasta forjar un excelso campo de cultivo. Ahora el motivo es su último poemario, "Los inútiles" (Isla Elefante, 2022), magnífico ejemplo de que el verso se construye, como escribió Machado, golpe a golpe; mas ya lo fueron las últimas obras de la poeta “La lentitud del liberto” (Maclein y Oarker, 2018) y “Autobús de Fermoselle” (Ediciones Hiperión, 2019). Con ella, la revolución es el ahora, la pausa, el sosiego. Avanzar sigilosamente, anudando el tiempo a la belleza de lo cotidiano: un café que evoca la infancia y su universalidad; un encuentro exasperante con un funcionario; un beso, el amor, el cuidado que reposa latente hasta que se erige como un coloso.
Resulta complejo analizar la obra de quien es ya ilustre, una institución. Esta autora y docente universitaria –en concreto, profesora de literatura en la Universidad de Salamanca– apareció para apostillar fehacientemente la elegancia, los valores más nobles, la elementalidad de su camino. Merece la pena detenerse, como lo hace ella, para comprender la hondura de su obra. “Los inútiles” es un canto, una oda singular, a la imperfección más perfecta. La composición es sumamente cromática y armónica. Primero, como tesis fundamental, la importancia de lo que, aparentemente, se percibe –bien o mal– insustancial; segundo, la lentitud, que ya forma parte de la esencia misma de la autora, como contrapoder, antisistema, revolución silenciosa, para conciliar afectos, sentimientos, vida y profesión, oficio y amor, éxito y fracaso, enfermedad y salud; y finalmente, éxodo para, máxime, regresar, comprender el origen, la pertenencia, lo comunitario, aquello que es de todos y ha de ser universal.
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Todo es sublime, no voy a engañar, y no exagero. Con Andrés Llamero el poema, sea cual sea su estructura, –percibo un avance espectacular hacia la conquista de la sencillez más compleja– gesta y adereza cada elemento, cada ingrediente. Su obra es, tal y como se está articulando en el sector editorial, un oasis, tanto en forma como en fondo. Y no lo es porque su poesía sea ostentosa o extravagante –no es así–, sino porque, desde el trabajo bien hecho, la constancia y el estudio, se construye la historia, el legado, el relato que permanecerá cuando liquidez y transitoriedad impongan su ritmo.
A su vez, todo esto tiene un doble mérito: no debe ser sencillo publicar tras alzarse con el Premio Hiperión (2018); no es fácil reivindicar, con tal vuelo lírico, la magnanimidad del campo, de la floricultura, de, en esencia, su tierra, Salamanca. Porque con la autora siempre viaja su hogar; y lo festeja, lo enarbola, lo pelea. Tiene memoria; sabe cuán importante es aprender del pasado, portar su relato, convivir con la anterioridad para construir presente. Los vértices no transitan aisladamente: todo se encuadra y esboza un paisaje desprovisto de desesperanza. Concreta, determina, expone lo suficiente, el verso nunca lo sobrecarga: “El abuelo siempre formó / parte de los vivos, fue “Llamero” / y su oficio el de mantener / en lo oscuro y despiertas / todas las lumbres”. Directo. Con elegancia, rigor, suficiencia: “Esto nos regalará tu desmemoria: / contigo todo podrá ser”. Y así durante todo el poemario. Los 36 poemas invitan siempre a la reflexión, sin, en ningún caso, atizar, sin ser un conjunto de mandatos o preceptos morales. Andrés Llamero ofrece la belleza, nunca la impone. Y por eso es especial, aunque su poesía sea fruto no solo del talento, sino del trabajo y estudio. Quizá, por eso, cuando uno lee a Andrés Llamero lee a García Montero –¡sí!, la experiencia torna, con ellos, en poema–, a Pessoa, a Miguel Delibes, para ellos la tierra es fuente de vida–, a Elena Medel, a Miguel de Cervantes, porque, sí, sus poemas son caballeros andantes que, ante la inclemencia, frente a gigantes, se erigen, como seres todopoderosos, para denunciar lo que ha de ser denunciado.
Ya se sabe: frente al utilitarismo y los ritmos frenéticos, la lentitud, el reposo, el silencio; frente a la lógica productiva inabarcable y aterradora, la literatura, el arte, la belleza, la tierra; y, máxime, frente a la imposición, el combate, el cinismo y la hipermercantilización, la literatura de Maribel Andrés Llamero, su "liberto", su "autobús" y, ahora, "sus inútiles". Solo así habrá luz más allá del perfecto mercadeo; solo así, anudando las manos, desaceleramos el paso y disfrutaremos el camino.
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