“Theodora” de Katie Mitchell, y no de Händel, seduce al público del Real

El Teatro Real ha acogido una nueva producción de “Theodora”, el oratorio barroco de Händel compuesto en 1749 con libreto de Thomas Morell, basado en una obra de Robert Boyle publicada en 1687, en coproducción con la Royal Opera House, bajo la dirección musical de Ivor Bolton y con la controvertida puesta en escena de Katie Mitchell. Aunque el nivel musical y escénico ha sido innegablemente alto, la revisión que Mitchell propone de esta obra ha generado en el público más preguntas que aplausos: es el caso de la que escribe este texto.
Desde el punto de vista histórico, la vida de Santa Teodora (c. 500- 548) es muy confusa; en “Theodora”, la obra de Händel, se narra la historia de una joven cristiana martirizada por soldados romanos. Ambientada en Antioquía del siglo IV d. C., la obra gira en torno a la fe inquebrantable de Theodora frente a la tiranía del gobernador Valens, quien exige sacrificios a los dioses paganos. Rechazando obedecer, Theodora es condenada a la prostitución, mientras Didymus, un soldado romano convertido al cristianismo por amor a ella, intenta salvarla, intercambiando su vestimenta con la de ella, ofreciendo su propia vida. El oratorio, dividido en tres actos, aborda temas universales como el sacrificio, la redención y la fortaleza espiritual, culminando en la muerte de los protagonistas como un testimonio de su fe, un mensaje profundamente conmovedor y lleno de trascendencia.
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Una dirección escénica deslumbrante, pero errada
Katie Mitchell, conocida por su enfoque provocador y experimental, distorsiona a “Theodora” hasta el punto de que deja de ser “Theodora”. La directora de escena británica transforma a los cristianos en una célula radical que opera desde la cocina de una embajada romana, un espacio que alterna entre ser un centro de conspiración y un lugar de culto improvisado: el amplio mueble central, en más de una ocasión, se convierte en altar sagrado para bautizar a Didymus o para celebrar la misa. Sin embargo, estos cristianos no son los mártires de fe del libreto original; aquí conspiran como un grupo terrorista que fabrica bombas para acabar con sus opresores en su propio territorio, lo que intensifica la persecución en su contra. A su vez, Theodora e Irene son concebidas como figuras de feminismo extremo, empoderadas por la violencia y decididas a vengarse de la autoridad romana, una reinterpretación que trastoca profundamente la esencia espiritual y sacrificial de la obra de Händel. El problema principal de esta producción no radica en la ejecución técnica, que es sobresaliente, sino en la conceptualización de la historia. Mitchell reescribe por completo el oratorio, subvirtiendo el libreto de Thomas Morell y la naturaleza de la música de Händel. En su visión, Theodora deja de ser una mártir cristiana que muere por su fe para convertirse en una heroína que finalmente se alza contra el poder opresor, llegando incluso, en el tercer acto, a matar a los líderes romanos. Esta reinterpretación –e invención de un final nuevo– choca frontalmente con los fundamentos del oratorio. “Theodora”, tal como la concibió Händel, es un canto al sacrificio y a la espiritualidad, un relato donde la redención y la fe son los pilares centrales. Al transformar ese sacrificio en una narración de venganza y violencia, Mitchell traiciona el original de la obra. La inclusión de elementos como la creación de una bomba por parte de los cristianos, el pole dance y la ambientación en una cocina resulta forzada y desconectada de la música y el libreto originales. Aunque estas decisiones puedan entenderse como una crítica al fanatismo y la defensa de una mujer revolucionaria que lucha por sus derechos, en el contexto de un oratorio barroco como “Theodora”, se sienten anacrónicas y fuera de lugar.
Reescribir la historia: ¿hasta dónde podemos llegar?
El libreto de “Theodora” presenta a una santa cristiana que eligió la muerte antes que renunciar a sus creencias. Este trasfondo espiritual es esencial para comprender el mensaje del oratorio. Cambiar su final, donde Theodora se convierte en una figura violenta y “luchadora”, no solo desvirtúa la obra, sino que también distorsiona el mensaje que inspiró su creación. La cuestión de fondo no es si las reinterpretaciones son válidas en el arte —claro que lo son—, sino si es legítimo transformar hasta tal punto una obra que su esencia original quede irreconocible. Si Mitchell hubiese creado un oratorio original inspirado en “Theodora”, su propuesta habría sido audaz y fascinante. Pero al intentar imponer su visión y cambiar el final, la producción genera confusión y pierde la conexión con la obra que pretende representar. Lo que era una obra sobre sacrificio, redención y espiritualidad se convierte en una narración de venganza y violencia, en un intento, quizá, de criticar el fanatismo religioso desde una óptica moderna.
A pesar de los problemas conceptuales, es innegable que Katie Mitchell es una directora con un control absoluto de los recursos escénicos. Su capacidad para crear una narrativa visual unificada y su atención a los detalles son impresionantes. Los movimientos en cámara lenta de los cantantes, por ejemplo, añadieron un dramatismo casi cinematográfico que enriqueció la experiencia visual. Sin embargo, estos logros técnicos no compensan la falta de fidelidad a la historia. En su afán por modernizar y recontextualizar la obra, Mitchell parece haber olvidado que “Theodora” es, antes que nada, un testimonio de fe y sacrificio.
En una magnifica entrevista realizada por Lorena Jiménez para la revista “Ritmo”, este mes de noviembre, Katie Mitchell explicaba que le “gustaba” la música, pero le “desagradaba” la historia. “Tiene una heroína femenina pasiva, y mi trabajo no es producir la música, porque yo no soy el director de orquesta… Mi trabajo es construir un puente entre un viejo tema misógino y la sociedad contemporánea… Ese es mi trabajo, así que trato de construir un puente feminista para hacer que la historia sea aceptable según la política de género actual”. Y es totalmente válido que apoye esta perspectiva, pero cuando cambia lo ya creado hasta tal punto que no es reconocible solo porque “no le gusta la historia”, se convierte en un problema. ¿Borramos “Lolita” de la historia de la literatura? ¿Hacemos que Carmen sobreviva y se sobreponga a Don José? ¿Hacemos que a Juana de ARCO no se la queme en la hoguera? Podemos, pero sería falso. Si a uno no le gusta algo, está en su derecho de crear obras que se adecúen a sus creencias e ideologías sin tachar la creación artística anterior.
Las voces, una constelación de estrellas
El elenco vocal fue el punto álgido de la velada. Julia Bullock como Theodora destacó por su timbre cálido y expresivo, capturando con delicadeza las arias más introspectivas. Su voz, de gran pureza y calidez, estuvo a la altura de las exigencias del papel, especialmente en arias introspectivas como “Angels, ever bright and fair”. Joyce DiDonato, en el papel de Irene, ofreció una actuación monumental, con un dominio técnico y emocional que impregnó cada nota de profundidad y demostró que todavía domina esa voz memorable. Iestyn Davies, como Didymus, aportó una sensibilidad exquisita con su contratenor Cristalino, especialmente en los dúos con Bullock como en “To thee, thou glorious son of worth”. Aunque inseguro en algunas arias, mostró su gran capacidad vocal durante los tres actos. Ed Lyon como Septimius, quizás el más flojo del reparto, también brilló por su energía escénica, mientras que Callum Thorpe como Valens fue imponente, con una voz grave y autoritaria que encarnaba la opresión romana con solvencia. El coro, pieza fundamental en cualquier oratorio de Händel –tiene unos cuantos–, fue manejado con gran precisión y dramatismo, mientras que la orquesta, bajo la dirección de Ivor Bolton, ofreció una interpretación histórica impecable. Bolton supo encontrar el equilibrio entre el rigor estilístico y la expresividad –al menos en la función del día 15 de noviembre–, haciendo justicia a las complejidades musicales de Händel. Lo mejor de la noche, sin duda, fue la música mágica de este gran compositor.
La producción de “Theodora” es un ejemplo de hasta dónde pueden llegar las reinterpretaciones en el arte. Musicalmente, fue un triunfo absoluto; vocalmente, una noche memorable. Pero escénicamente, aunque fascinante como creación independiente, no respetó el espíritu ni la narrativa de Händel. Theodora no es una heroína violenta; es una mártir que lo da todo por su fe. Nos guste o no, esa es su historia, y esa es la historia que Händel quiso contar. Cambiarla es perder la esencia de una obra profundamente conmovedora y hermosa. Katie Mitchell tiene una creatividad desbordante, pero en esta ocasión, su visión personal ha traicionado el oratorio que pretendía reinterpretar. ¿Es legítimo reescribir tan radicalmente una obra histórica, despojándola de su mensaje central, para adaptarla a sensibilidades contemporáneas? La respuesta dependerá de quién la contemple. Pero lo que es claro es que “Theodora”, tal como la concibió Händel, es un relato profundamente espiritual que no necesita reinterpretaciones extremas para seguir conmoviéndonos. Nos guste o no, la historia de “Theodora” no es la de una heroína violenta, sino la de una mártir que eligió su fe por encima de todo, hasta perder la vida. Y esa decisión, tanto en su vida como en la obra, merece ser respetada.