Orquesta Nacional: De la Alhambra, el cante jondo y los héroes straussianos

Madrid. Auditorio Nacional. Sala Sinfónica. 15-XI-2024. Concierto sinfónico 6 de la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. Director: Lucas Macías Navarro. Solistas: Tabea Zimmermann, viola; Joan Castelló, percusión. Obras de Bretón, Sotelo y R. Strauss.
Se encuadraba en el hilo temático “Expandiendo horizontes” el sexto sinfónico de la Orquesta Nacional. El diseño del programa seguía, no obstante, el ya bien conocido esquema de obertura-concierto-sinfonía. La Alhambra granadina despertó en autores de diversas artes una indudable fascinación, y basta recordar a Lorca, Irving, Tárrega, Falla o Debussy para encontrar libros o músicas nacidas de dicha fascinación. En la mezcla de ésta con la que también alcanzó lo oriental en el último tercio del XIX y principios del XX encontramos lo que se dio en llamar “alhambrismo musical”. Ahí cabe encuadrar la breve obra (apenas ocho minutos de curso) titulada “En la Alhambra”, del salmantino Tomás Bretón (1850-1923). Esta serenata, que cumplió en el programa que se comenta la función de “obertura”, ha conocido una nueva edición por el Instituto Complutense de Ciencias Musicales (Ramón Sobrino), y luego, apropiadamente, ha sido incluida en un volumen titulado “Música sinfónica Alhambrista” (2004) que incluye también “Adiós a la Alhambra”, de Jesús de Monasterio, y “Los gnomos de la Alhambra”, de Ruperto Chapí. La serenata de Bretón, escrita en 1888, surgió de los viajes de la Sociedad de Conciertos de Madrid, que dirigía Bretón, a las fiestas granadinas, y es, como bien apunta el experto bretoniano Víctor Sánchez, “una pieza sinfónica llena de sonoridades y ecos orientalizantes, apoyada en una delicada orquestación”.
La dirigió, sin batuta, con grácil elegancia, adecuadas inflexiones de tempo y sutiles matices, el director invitado por la Nacional para este concierto, Lucas Macías (Valverde del Camino, 1978). Respondió con perfección a la agradable página la Nacional, con especial mención para los solistas de flauta, oboe, clarinete y arpa.
Tras la obertura llegó la pieza concertante, en este caso los “Cantes antiguos del flamenco” para viola y orquesta, del madrileño Mauricio Sotelo (1961), encargo del Festival de Granada (en cuyo marco se estrenó, en 2022, por la misma solista que lo interpretó en el concierto que se comenta, también con dirección de Macías) para conmemorar el centenario del Concurso de Cante Jondo. Como bien recoge Juan Manuel Viana en sus documentadas notas al programa, el flamenco ha sido una constante en la producción de Sotelo, y aquí, con su personal estilo y estética, construye un interesante diálogo entre la voz grave y honda de la viola y distintas secciones de la orquesta, transitando diversos palos (seguiriya, soleá, bulería, granaína, alegrías…) y explorando timbres y ritmos del flamenco, también con algún que otro guiño orientalizante, con gran protagonismo de la percusión flamenca.
Es un acierto hacerlo mediante la viola, precisamente por su timbre más grave, y el diálogo de esta, exigida en una partitura nada fácil, con la percusión flamenca es tal vez de los aspectos más atractivos de la obra. La germana Tabea Zimmermann (Lahr, 1966), una de las violistas más celebradas, lució su enorme clase con un sonido grande, redondo, de precisa afinación y timbre que se tornaba apropiadamente más agresivo cuando la música lo exigía. Pero si estupenda fue la prestación de Zimmermann, no lo fue menos la realmente espectacular del percusionista de la Nacional Joan Castelló, no solo en su magistral demostración de los más variados timbres y colores extraídos a sus instrumentos, sino en el hecho de que ejecutara su compleja partitura de memoria (lo que ni siquiera hizo Zimmermann). Entre los momentos más espectaculares se encuentra el diálogo mantenido entre Castelló y otro de los percusionistas de la Nacional, toda una demostración del virtuosismo de esta sección de la orquesta. El éxito fue considerable para todos, también para el autor, presente y ovacionado. Castelló explicó entonces, emocionado, que Zimmermann y él interpretarían una bulería compuesta por él mismo, y que dedicaban a quienes estos días han sido afectados por la DANA. Composición que también pareció muy bien elaborada y admirablemente traducida por ambos.
La sinfonía que ocupaba toda la segunda parte era uno de los más bellos y logrados poemas sinfónicos del gran maestro de un género que no nació con él, pero sí alcanzó con su pluma cimas no conseguidas: “Una vida de héroe”, de Richard Strauss (1864-1949). Recuerda Viana en las notas la afirmación de Strauss a Romain Rolland: “No veo por qué no debería componer una sinfonía sobre mí; me encuentro tan interesante como Napoleón o Alejandro”. La afirmación puede interpretarse como la quintaesencia de la egolatría, pero el propio Strauss se mostraba equívoco, declarando que él no era ningún héroe, por mucho que el carácter, o al menos la impronta autobiográfica, parezca evidente, entre otras cosas, por las muchas menciones a otras de sus obras, desde “Muerte y Transfiguración” al motivo, muy cerca del final, que recuerda el inicio de “Así habló Zaratustra”. Hay también en la obra ocasión para la socarronería, cuya presencia, tratándose de Strauss, es fácil de entender (quien conozca su “decálogo” para los directores de orquesta sabe bien hasta qué punto el bávaro la tenía en grandes cantidades).
Sea el que fuere el trasfondo del asunto, con más énfasis en la egolatría del compositor o en una aproximación más genérica al asunto de los héroes, lo cierto es que la obra es una de las más hermosas de Strauss. Desde la grandeza del motivo inicial en “El héroe” al fino, cambiante, sugerente retrato de su propia pareja en “La compañera del héroe”, con endiablados pasajes para el concertino de la orquesta (pasajes que caen casi siempre en las pruebas que se hacen para acceder a esa posición en cualquier orquesta), pasando por la picante guasa de “los adversarios del héroe”, Strauss demuestra un dominio magistral de la descripción musical y la habilidad para el retrato de caracteres. La partitura, brillantísima, llena de colorido, contrastes y magnética intensidad, fue escrita entre 1897 y 1898 y se ha convertido, con toda razón, en favorita de orquestas y directores.
La afrontó Macías de memoria, esta vez con batuta, con plausible grandeza en el inicio, en el que pudo haber algo más de la apasionada efusión que se presume al episodio inicial (“El héroe”). Quizá intencionadamente ácidas en los timbres, y con guiño a cierta mezcla de “tempi”, tuvo su efecto el segundo (“Los adversarios del héroe”, en el que presuntamente Strauss trazaba un sarcasmo musical hacia sus críticos). Tal vez fuera el tercer episodio, “La compañera del héroe”, el más logrado, en buena medida por la excelente prestación del concertino de la Nacional, Miguel Colom, preciso, bien matizado y flexible en su fino desentrañamiento del intrincado retrato que Strauss escribió de su pareja. No tan convincente pareció el cuarto episodio “Las hazañas del héroe”, en el que se echó de menos algo más de claridad en las texturas y planos, y de más algún exceso de volumen en las trompetas. Correctamente construido el episodio final (“La renuncia del héroe al mundo”), culminado en el amplio regulador postrero. Una concepción, en fin, correctamente planteada, pero en la que no siempre se lograron la claridad y sutileza deseables. La Nacional sonó muy bien, como viene siendo el caso en los últimos tiempos. Muy buena prestación de metales (salvando el exceso de volumen de las trompetas antes mencionado) y maderas y excelente, bien empastada y llena la sonoridad de la cuerda. El éxito fue grande y Macías destacó a los solistas de las distintas secciones de la orquesta, con especial mención para el concertino Colom, muy justo receptor de las más encendidas ovaciones de la velada.