El estallido del parlamento español

 El estallido del parlamento español

Perdón por lo quizá exagerado del titular que he elegido para mi comentario. Obviamente, las Cortes no han estallado, pero lo que sí ha volado en pedazos ha sido el concepto puramente democrático de un Parlamento donde se debatan de manera ordenada y constructiva cuestiones que afectan a los ciudadanos.

Hoy, el Parlamento español se ha convertido en el escenario de una batalla política permanente en torno a cuestiones que, en el contexto europeo y mundial, incluso en el marco nacional, resultan secundarias, en ocasiones hasta truculentas. Los últimos ejemplos que hemos vivido estos días en el funcionamiento del Legislativo son, simplemente, sonrojantes. ¿Tiene esto arreglo?

El Parlamento es el arquitrabe de una democracia. Como tal, ha de ser respetado en su reglamento (y, si no es posible, hay que cambiar este reglamento; y, si no, la propia Constitución), en sus usos, en su trayectoria y, sobre todo, en sus funciones. No puede ser que los debates en el Legislativo, sean en comisión, en pleno y especialmente en las sesiones de control al Gobierno, se conviertan en un auténtico diálogo para sordos (o para besugos), donde las palabras sirven para arrojárselas unos a otros en un ejercicio estéril de gratuita belicosidad.

La primera anomalía estriba en la absoluta rivalidad entre Congreso y Senado. La última muestra la ofreció el pasado jueves el hecho de que la Mesa de la Cámara Baja, controlada por el Ejecutivo, rechazara debatir varias enmiendas procedentes de la Cámara Alta, controlada por el PP. Eso provocó protestas durante toda la jornada, en la que se registró incluso un conato de rebelión del principal grupo parlamentario, el popular, desobedeciendo las órdenes del presidente accidental del Congreso, Gómez de Celis, al que la oposición acusa, como a su 'jefa' Francina Armengol, de estar 'al servicio total del Gobierno'.

Me pregunto si la situación absolutamente revolucionaria que vive el mundo, con una Europa en plena reclamación de un rearme urgente y de levantar muros políticos y económicos frente a Rusia, no merecería la celebración de un debate sobre el estado de la nación; visto que no se celebra y nadie siquiera lo plantea, ¿qué es lo que justificaría poner en marcha tal acontecimiento parlamentario?. Si el sacrificio que se va a exigir a un país, pidiéndole un inmenso esfuerzo económico -que, digan lo que digan, va a repercutir en el estado de bienestar-para adquirir armas, no es algo que deba pasar por un intenso y sereno debate en las Cortes, ¿qué es lo que debería ser sometido al Parlamento? ¿Los 'pisos de señoritas' de Ábalos?¿el absentismo laboral del hermano de Sánchez?¿Los excesos, por otra parte intolerables, de Errejón y Monedero?

Que no digo yo que el Parlamento renuncie a abordar, en el lugar y con la importancia adecuados, tales temas. Solo digo que hay cuestiones de mayor calado y envergadura mucho más trascendentes ahora para el futuro de todos nosotros, de nuestros hijos y de nuestros nietos.

Cuando muchas voces hablan de una posible guerra generalizada, a la que no me atrevo siquiera a llamar mundial, ¿podemos fiarlo todo a la acción de un Ejecutivo que solo piensa en pervivir, incluso pactando con el enemigo número uno del Estado? O cuando vemos que el gran debate que se acerca y que puede tener una repercusión inmensa sobre nuestras vidas, como el futuro nuclear, es cuestión desdeñada en los trabajos parlamentarios ¿no tenemos acaso derecho a preocuparnos? Y lo mismo digo de otros mucho debates que afectan al porvenir de la nación, desde el migratorio hasta la pirámide poblacional, desde los cambios en el transporte o la alimentación hasta la lucha contra el cambio climático o la carrera espacial.

El planeta se ha puesto a girar vertiginosamente y nosotros, en lugar de consolidar nuestras instituciones, la seguridad jurídica y la separación de poderes, en vez de favorecer el pacto que nos fortalecería, nos dedicamos a alentar los pactos que nos debilitan, en lugar de virar hacia otros derroteros; seguimos, en suma, con lo de siempre. O sea, con un Parlamento que no es capaz de ponerse de acuerdo siquiera acerca de si debemos o no seguir protegiendo a los lobos, valga la anécdota. Y ello ante un país harto, cada vez más alejado de la preocupación por exigir una democracia de la que podamos estar orgullosos. A mí, qué quiere que le diga, todo esto me preocupa. Y mucho.

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