'Santidad, un par', le dije. Lo entendió y sonrió

 'Santidad, un par', le dije. Lo entendió y sonrió

Yo sabía que era el único Papa que podría, por idioma y sobre todo por talante, entender lo que desde hacía mucho quería decirle.

Así que aproveché una visita a El Vaticano acompañando al Padre Angel y, beneficiándome de que había logrado estar en la primera fila de una zona más o menos reservada en la Plaza de San Pedro, le estreché la mano y apenas alcancé a decirle en voz tan alta que sobresaltó a los presentes: "Santidad, un par". Sé que entendió que no era una falta de respeto, sino todo lo contrario, una muestra de admiración por su coraje. Me miró y me dedicó una sonrisa divertida: "reza por mí", me dijo. Lo mismo que a todos, pero la sonrisa cómplice fue solo para mí.

 

Es el recuerdo que ahora, cinco años después, atesoro en mi memoria como un gesto inapreciable procedente de un hombre al que he admirado mucho. Cuando, hace apenas cuarenta y ocho horas, veía su fotografía en la portada de algunos periódicos recibiendo a Vance, el vicepresidente de los Estados Unidos, hice a mi familia una pregunta casi premonitoria: "cuando Francisco se muera, ¿quién va a defender a los migrantes, a los marginados, a los más débiles, frente a políticas como las que ahora apadrinan Vance y su jefe?".

Francisco, o sea Bergoglio, o sea, el hombre humano, valga la redundancia, acabó el fugaz encuentro con Vance y lanzó su último mensaje pascual precisamente con una dura condena contra quienes desprecian a los débiles, se aprovechan de los marginados, atacan a los migrantes que abandonan su tierra en busca de una oportunidad para sobrevivir. Luego, consumidos en esta tarea magnífica los últimos restos de su voz, se murió.

Ahora Bergoglio, el hombre que siempre hablaba de paz y de justicia social, el hombre a quien dolía el dolor de los demás, ya se nos ha muerto. Y no sé quién, de entre todos los estadistas atemorizados por los rayos iracundos que nos llegan de la Casa Blanca (y de otros lugares, claro), nos va a defender ahora de esa furia aplastante. El era quien tenía el coraje y la fuerza moral, quizá el único que los tenía, para hacer las denuncias que hacía. Por eso les caía tan mal a algunos poderosos, incluso en su propio país natal, que le llamaban, madre mía, "comunista".

Deja un lugar sin precedentes en la Historia y en los corazones de muchos de nosotros, creyentes o no. Porque tenía eso, un par. ¿Quién, quién, qué voz nos queda ahora para defendernos de la maldad?

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