Una montaña de problemas

 Una montaña de problemas

Aquí no vale eso de "Houston, tenemos un problema" porque lo que tenemos en España, en Europa y en el mundo es una montaña de problemas diferentes pero entrelazados entre sí y que tienen que resolver políticos de distinta ideología que no se hablan, no se entienden, no escuchan o, incluso, están dispuestos a ir a la confrontación, al conflicto o a la guerra sabiendo que no la pueden ganar y siendo conscientes de que sólo la cooperación, el trabajo colectivo y los consensos amplios pueden aportar algo de luz al problema.

Y, como siempre en estos casos, quienes resultan perjudicados no son nunca los que gobiernan sino los gobernados. Cuando el presidente de la ¿todavía? nación más poderosa del mundo gobierna poniendo patas arriba las cuestiones más esenciales, amenazando públicamente, cambiando sus decisiones de un día para otro, sin tener en cuenta a sus aliados históricos, y poniendo en cuestión el papel de las instituciones de control o de defensa del mundo, el problema que tiene Europa, y por tanto España, es saber qué quiere ser de mayor.

Es decir, si busca su lugar en un mundo amenazado desde muchos ángulos, si es capaz de recortar consensuadamente el poder de las naciones para crear una polìtica europea común en asuntos clave como la defensa, la innovación tecnológica, el capital, las migraciones y el estado del bienestar o mantiene un mercado político y económico fragmentado, lastrado por las regulaciones excesivas y la burocracia, fácil de atacar y de destrozar por rivales mucho más autoritarios, agresivos y poderosos, nada respetuosos con los derechos sociales y humanos, sólo preocupados de crecer hacia adentro a costa de lo que sea y dispuestos a repartirse el mundo por la fuerza. La vigencia del sueño europeo depende de eso. Y es ahora o nunca.

En esa situación, el consenso en polìtica exterior en España debería ser un objetivo prioritario. Más aún cuando dentro del propio Gobierno hay posturas radicalmente opuestas en temas básicos como la polìtica de defensa, entre sus socios se da carta de naturaleza a que unos pocos, racistas y xenófobos, puedan decidir sobre la inmigración, y en el extremo de la otra derecha se defiende a un agresor como Putin y se elude la defensa de Europa. PSOE y PP deberían dialogar, consensuar una polìtica exterior común y responder de común acuerdo al desafío actual. Y, sin embargo, nunca ha estado tan lejos el consenso entre los dos grandes partidos y nunca se ha hecho menos por establecer cauces de diálogo.

Pero el consenso no puede limitarse sólo a la polìtica exterior. Esa confrontación permanente, esa falta de debate, ese desprecio a las instituciones, esa imposibilidad de gobernar con socios que no buscan el bien común, el de todos los ciudadanos sino el suyo, no nos lleva a ningún lado. El control de fronteras y la polìtica de inmigración no las pueden decidir ni en Cataluña ni en ningún otro sitio, un partido que no gobierna allí y que practica el chantaje permanente. Las leyes no pueden ser negociadas sin los agentes económicos o sociales ni impuestas contra los que las tienen que aplicar ni pueden ser aplicadas sin los votos y los medios necesarios y eso está sucediendo cada día. La vivienda es un terreno de confrontación, pero ni una ley soluciona el problema por sí sola ni este Gobierno ha construido ni una vivienda en seis años. El debate sobre la energía no puede eludir qué hacer con las centrales nucleares porque eso puede poner en riesgo la independencia energética de España. No se puede decidir sobrecargar a los juzgados de violencia contra la mujer y prometer que se va a duplicar el número de jueces sin explicar de dónde van a salir éstos ni qué medios se van a poner para evitar el colapso. La desigualdad creciente en España no se arregla con la subida del salario mínimo.

Hacerlo todo, como está pasando cada día, sin debate, sin consenso, sin explicar con qué medios, sin contar con los expertos ni con los ciudadanos es un brindis al sol permanente. Esta es una manera evidente de hacer crecer la polarización, de vaciar la democracia de su esencia y favorecer el alejamiento y la desconfianza de los ciudadanos, especialmente de los más jóvenes. Y ahí es donde los extremos crecen y perdemos todos.

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