El templo y la doctrina

El cuerpo sin vida de Francisco ya está expuesto en la Basílica de San Pedro para que los fieles, alineados pacientemente en una cola interminable que seguramente ilustrará las portadas de muchos medios de comunicación, puedan despedirse del Papa.
A la espera de que el Espíritu Santo alumbre los pensamientos y la voluntad de los 133 cardenales llamados a elegir al sucesor, seguiremos mirando en estado de deslumbramiento la gran puesta en escena de este póstumo y prolongado homenaje. En directo o en diferido el obituario entra por los ojos. Está cargado de solemnidad y misterio a través de la liturgia, la vestimenta, el boato, con gregoriana banda sonora y coloristas desfiles de la gerontocracia vaticana en fúnebre cortejo.
Vale. Se entiende el simbolismo. El poder necesita visualizarse. El riesgo es que la representación se coma a lo representado. Es decir, que los símbolos anulen el mensaje. El mensaje está disponible desde hace dos mil años en la biografía de Jesús de Nazaret. O sea, en el Evangelio. Por concretar, en el Sermón de la Montaña. En mi opinión, mucho más humano y mucho más actual que las Siete Palabras del Cristo vencido en el Gólgota. Pero eso va con cada uno. Tan respetable es la adhesión al que expulsó a los mercaderes del templo como al que se ofreció como cordero de Dios que quita los pecados del mundo.
En ese momento reflexivo ha sido inevitable rescatar de mi memoria juvenil el poema de León Felipe que cuenta la historia del hombre que tuvo una idea original y la esquematizó a mano en un pequeño trozo de papel, sin saber que la idea se lo acabaría llevando por delante.
Tan pequeño era el papel, tan simple era la doctrina, que cabía de sobras en el bolsillo interno del chaleco de su creador. Pero la doctrina empezó a crecer y entonces necesitó un arca adaptada a su tamaño. Y luego el arca también fue insuficiente para acoger la doctrina que seguía creciendo. Así que hubo de construir un templo. Pero el templo también creció, creció y creció. Hasta que acabó comiéndose a la doctrina y al hombre que la había creado.
La desalentadora conclusión de León Felipe -tan prometeico él- figura al final del poema: el que tenga una doctrina, que se la coma, antes de que se la coma el templo.
Pues, eso:
Que el simbolismo no nos distraiga de la doctrina, base del humanismo vigente en una buena parte del mundo. Que estos vistosos ceremoniales televisados desde la Plaza de San Pedro no acaben desmintiendo la sobriedad reclamada por Francisco para su propia despedida. Y que su condición de faro moral no se pierda en la deslumbrante espectáculo del adiós.