La vicepresidenta y el triste papel del Parlamento español
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Asistir a las sesiones de control parlamentario es un sacrificio profesional cada vez más deprimente.
No solamente por la falta de altura dialéctica, en general -hay excepciones, conste-, de Sus Señorías; también porque se han perdido las formas y yo diría que hasta la educación. La oposición acosa con sus preguntas a la vicepresidenta primera y esta responde con desplantes algo chuscos y chulescos. Este miércoles, doña María Jesús Montero se lanzó a una serie de acusaciones concretas de corrupción en las que pareció involucrar directamente a Alberto Núñez Feijoo y al portavoz parlamentario 'popular', Miguel Tellado. Unas acusaciones que hubiesen, en mi opinión, reclamado una respuesta mucho más contundente por parte de los aludidos.
No la hubo y se sentó un precedente para que estas cosas sigan ocurriendo en la sede del poder Legislativo, cada vez más inane en su actividad como poder del Estado y, sin embargo, cada vez más rica en enfrentamientos y dialéctica de sal gorda que de poco aprovechan a la salud democrática del país.
Soy de la opinión de que hay que rescatar con urgencia el papel digno, eficaz y de contrapoder que el Parlamento debería significar. Jamás, desde que en 1977 se restauró la democracia parlamentaria -no en 1975 como el Ejecutivo pretende, adaptando las efemérides a sus intereses electorales-, había yo asistido, en mi larga carrera de oyente de lo que se dice desde los escaños, a conductas con la falta de elegancia como a las que estamos asistiendo. Una cosa es el ardor parlamentario en el juego de los partidos y otra cosa es pretender aniquilar al adversario, convertido en enemigo mortal, en cada ocasión que se presenta. Y no pocas veces con formas algo, ejem, barriobajeras.
Hemos entrado, nadie podría ya negarlo a estas alturas, en una nueva era geopolítico-económica de inimaginable calibre. Me parece inconcebible, lo digo apesadumbrado, comprobar que los usos y costumbres de nuestra llamada clase política sigan siendo los mismos: leña en el Parlamento por las cuestiones más nimias, hostilidad sin contacto personal alguno entre Gobierno y oposición, trucos contables -como el de la quita de la deuda autonómica- y anomalías mil, como el 'pluriempleo' de la vicepresidenta primera, ejerciendo funciones que deberían ser incompatibles con quien gestiona la Hacienda.
Debemos ser el único país de Europa que no ha institucionalizado los contactos entre el Ejecutivo y el principal partido de la oposición -claro que somos el único país de Europa en tantas cosas...- y el único que no se ha planteado aún, a estas alturas, un debate monográfico en el Legislativo sobre lo que puede suponer, para Europa, para España y para el mundo, el llamado 'trumpismo'. Creo, y se lo diría, si tuviese la oportunidad -que no la tendré-, a la presidenta de la Cámara, Francina Armengol, que los españoles, que somos al fin y al cabo quienes pagamos las abultadas facturas de un Parlamento fracturado y bastante poco eficaz, nos merecemos otra cosa. Muy otra cosa.
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